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Julio Cortazar












ÍNDICE




MANUAL DE INSTRUCCIONES

OCUPACIONES RARAS

MATERIAL PLÁSTICO

HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE FAMAS







MANUAL DE INSTRUCCIONES









La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en


la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el


paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que


todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo


sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de


enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero «Hotel de


Belgique».


Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en


cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que


ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el


acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría


transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta


luego, querida. Que te vaya bien.


Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su


advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta,


negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto


más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver


el café.


Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las


mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la


novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de


nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que


agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera,


hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del


toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta


taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No


creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los


daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo


de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío.


Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete


paso. ¡Oh, como cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta


casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no


sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de


pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego


ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón


pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado,


no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré


que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya


sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante


puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer


cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las


pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de


cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el


diario a la esquina.







INSTRUCCIONES PARA LLORAR




Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de

llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que

insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u

ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido

espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues

el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta

imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior,

piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de

Magallanes en los que no entra nadie, nunca.

Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos

con la palma hacia dentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra

la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto,

tres minutos.







INSTRUCCIONES PARA CANTAR







Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire

vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si

oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el

miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en

cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por

donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un

tacto de dedos, una sombra de caballo.

Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y

deje en paz a Schumann.







INSTRUCCIONES-EJEMPLOS SOBRE LA FORMA

DE TENER MIEDO











En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco

perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página

al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los

iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse

lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos

encabritados.

En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en

el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo. De pronto ve,

acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de

miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se

deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de

papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca

izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la

sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y

cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su

mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de

cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón,

felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra

debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los

pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.










INSTRUCCIONES PARA ENTENDER TRES

PINTURAS FAMOSAS







El amor sagrado y el amor profano

por

TIZIANO




Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas

veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las

esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del

cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del

sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la

resurrección de su carne patibularia espera inobjetable que se cumplan los

signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda,

prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de

Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena

avanza por el camino (donde en cambio crece la venenosa blasfemia de dos

conejos).

El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el Diablo. De

la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de

anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está

mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o un relámpago de

sémola.







La dama del unicornio

por

RAFAEL




Saint-Simon creyó ver en este retrato una confesión herética. El

unicornio, el narval, la obscena perla del medallón que pretende ser una

pera, y la mirada de Maddalena Strozzi fija terriblemente en un punto donde

habría fustigamientos o posturas lascivas: Rafael Sanzio mintió aquí su más

terrible verdad.

El intenso color verde de la cara del personaje se atribuyó mucho

tiempo a la gangrena o al solsticio de primavera. El unicornio, animal

fálico, la habría contaminado: en su cuerpo duermen los pecados del

mundo. Después se vio que bastaba levantar las falsas capas de pintura

puestas por los tres enconados enemigos de Rafael: Carlos Hog, Vincent

Grosjean, llamado «Mármol», y Rubens el Viejo. La primera capa era

verde, la segunda verde, la tercera blanca. No es difícil atisbar aquí el triple

símbolo de la falena letal, que a su cuerpo cadavérico une las alas que la

confunden con las hojas de la rosa. Cuántas veces Maddalena Strozzi cortó

una rosa blanca y la sintió gemir entre sus dedos, retorcerse y gemir

débilmente como una pequeña mandrágora o uno de esos lagartos que

cantan como las liras cuando se les muestra un espejo. Y ya era tarde y la

falena la habría picado: Rafael lo supo y la sintió morirse. Para pintarla con

verdad agregó el unicornio, símbolo de castidad, cordero y narval a la vez,

que bebe de la mano de una virgen. Pero pintaba a la falena en su imagen, y

este unicornio mata a su dueña, penetra en su seno majestuoso con el

cuerno labrado de impudicia> repite la operación de todos los principios. Lo

que esta mujer sostiene en sus manos es la copa misteriosa de la que hemos

bebido sin saber, la sed que hemos calmado por otras bocas, el vino rojo y

lechoso de donde salen las estrellas, los gusanos y las estaciones

ferroviarias.




Retrato de Enrique VIII de Inglaterra

por

HOLBEIN




Se ha querido ver en este cuadro uña cacería de elefantes, un mapa de

Rusia, la constelación de la Lira, el retrato de un papa disfrazado de Enrique

VIII, una tormenta en el mar de los Sargazos, o ese pólipo dorado que crece

en las latitudes de Java y que bajo la influencia del limón estornuda

levemente y sucumbe con un pequeño soplido.

Cada una de estas interpretaciones es exacta atendiendo a la

configuración general de la pintura, tanto si se la mira en el orden en que

está colgada como cabeza abajo o de costado. Las diferencias son

reductibles a detalles; queda el centro que es ORO, el número SIETE, la

OSTRA observable en las partes sombrero-cordón, con la PERLA-cabeza

(centro irradiante de las perlas del traje o país central) y el GRITO general

absolutamente verde que brota del conjunto.

Hágase la sencilla experiencia de ir a Roma y apoyar la mano sobre el

corazón del rey, y se comprenderá la génesis del mar. Menos difícil aún es

acercarle una vela encendida a la altura de los ojos; entonces se verá que

eso no es una cara y que la luna, enceguecida de simultaneidad, corre por

un fondo de ruedecillas y cojinetes transparentes, decapitada en, el recuerdo

de las hagiografías. No yerra aquél que ve en esta petrificación tempestuosa

un combate de leopardos. Pero también hay lentas dagas de marfil, pajes

que se consumen de tedio en largas galerías, y un diálogo sinuoso entre la

lepra y las alabardas. El reino del hombre es una página de historial, pero él

no lo sabe y juega displicente con guantes y cervatillos. Este hombre que te

mira vuelve del infierno; aléjate del cuadro y lo verás sonreír poco a poco,

porque está hueco, está relleno de aire, atrás lo sostienen unas manos secas,

como una figura de barajas cuando se empieza a levantar el castillo y todo

tiembla. Y su moraleja es así: «No hay tercera dimensión, la tierra es plana,

el hombre repta. ¡Aleluya!» Quizá sea el diablo quien dice estas cosas, y

quizá tú las crees porque te las dice un rey.










INSTRUCCIONES PARA MATAR HORMIGAS

EN ROMA







Las hormigas se comerán a Roma, está dicho. Entre las lajas andan;

loba, ¿qué carrera de piedras preciosas te secciona la garganta? Por algún

lado salen las aguas de las fuentes, las pizarras vivas, los camafeos

temblorosos que en plena noche mascullan la historia, las dinastías y las

conmemoraciones. Habría que encontrar el corazón que hace latir las

fuentes para precaverlo de las hormigas, y organizar en esta ciudad de

sangre crecida, de cornucopias erizadas como manos de ciego, un rito de

salvación para que el futuro se lime los dientes en los montes, se arrastre

manso y sin fuerza, completamente sin hormigas.

Primero buscaremos la orientación de las fuentes, lo cual es fácil porque

en los mapas de colores, en las plantas monumentales, las fuentes tienen

también surtidores y cascadas color celeste, solamente hay que buscarlas

bien y envolverlas en un recinto de lápiz azul, no de rojo, pues un buen

mapa de Roma es rojo como Roma. Sobre el rojo de Roma el lápiz azul

marcará un recinto violeta alrededor de cada fuente, y ahora estamos

seguros de que las tenemos a todas y que conocemos el follaje de las aguas.

Más difícil, más recogido y sigiloso es el menester de horadar la piedra

opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender a fuerza de

paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una

vigilia enamorada junto a los vasos imperiales, hasta que de tanto susurro

verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las direcciones,

las confluencias, las otras calles, las vivas. Y sin dormir seguirlas, con

varas de avellano en forma de horqueta, de triángulo, con dos varillas en

cada mano, con una sola sostenida entre los dedos flojos, pero todo esto

invisible a los carabineros y a la población amablemente recelosa, andar por

el Quirinal, subir al Campidoglio, correr a gritos por el Pincio, aterrar con

una aparición inmóvil como un globo de fuego el orden de la Piazza della

Essedra, y así extraer de los sordos metales del suelo la nomenclatura de los

ríos subterráneos. Y no pedir ayuda a nadie, nunca.

Después se irá viendo cómo en esta mano de mármol desollado las

venas vagan armoniosas, por placer de aguas, por artificio de juego, hasta

poco a poco acercarse, confluir, enlazarse, crecer a arterias, derramarse

duras en la plaza central donde palpita el tambor de vidrio líquido, la raíz de

copas pálidas, el caballo profundo. Y ya sabremos dónde está, en qué napa

de bóvedas calcáreas, entre menudos esqueletos de lémur, bate su tiempo el

corazón del agua.

Costará saberlo, pero se sabrá. Entonces mataremos las hormigas que

codician las fuentes, calcinaremos las galerías que esos mineros horribles

tejen para acercarse a la vida secreta de Roma. Mataremos las hormigas con

sólo llegar antes a la fuente central. Y nos iremos en un tren nocturno

huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundidos con

soldados y con monjas.










INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA




Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de

manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y

luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una

nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada

hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano

izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal

correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón.

Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se

sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido

a la escalera, ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá

más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un

primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan

particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de

pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que

los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa,

y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por

levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi

siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en

el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar

llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también

llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y

llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo

peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el

pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la

coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace

difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo

tiempo el pie y el pie.)

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente

los movimiento hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella

fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se

moverá hasta el momento del descenso.










PREÁMBULO A LAS INSTRUCCIONES PARA

DAR CUERDA AL RELOJ







Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño

infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan

solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure

porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan

solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás

contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te

regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo

pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un

bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de

darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga

siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las

vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico.

Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al

suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca

mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los

demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para

el cumpleaños del reloj.










INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL

RELOJ




Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con

una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente.

Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren

regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él

brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del

pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo

latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada

cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj,

gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la

muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no

importa.










OCUPACIONES RARAS

SIMULACROS




Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por

obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas

porque sí, los simulacros que no sirven para nada.

Tenemos un defecto: nos falta originalidad. Casi todo lo que decidimos

hacer está inspirado —digamos francamente, copiado— de modelos

célebres. Si alguna novedad aportamos es siempre inevitable: los

anacronismos o las sorpresas, los escándalos. Mi tío el mayor dice que

somos como las copias en papel carbónico, idénticas al original salvo que

otro color, otro papel, otra finalidad. Mi hermana la tercera se compara con

el ruiseñor mecánico de Andersen; su romanticismo llega a la náusea.

Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt.

Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más importante,

la ansiedad y la expectativa de estar haciendo las cosas, las sorpresas tanto

más importantes que los resultados, los fracasos en que toda la familia cae

al suelo como un castillo de naipes y durante días enteros no se oyen más

que deploraciones y carcajadas. Contar lo que hacemos es apenas una

manera de rellenar los huecos inevitables, porque a veces estamos pobres o

presos o enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo)

alguno traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva. Pero no hay

que deducir de esto que nos va mal o que somos melancólicos. Vivimos en

el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que podemos. Somos

muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica. Por ejemplo, el

patíbulo, hasta hoy nadie se ha puesto de acuerdo sobre el origen de la idea,

mi hermana la quinta afirma que fue de uno de mis primos carnales, que son

muy filósofos, pero mi tío el mayor sostiene que se le ocurrió a él después

de leer una novela de capa y espada. En el fondo nos importa poco, lo único

que vale es hacer cosas, y por eso las cuento casi sin ganas, nada más que

para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.

La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt. No es

más grande que un patio, pero está tres escalones más alto que la vereda, lo

que le da un vistoso aspecto de plataforma, emplazamiento ideal para un

patíbulo. Como la verja es de mampostería y de fierro, se puede trabajar sin

que los transeúntes estén por así decirlo metidos en casa; pueden apostarse

en la verja y quedarse horas, pero eso no nos molesta. «Empezaremos con

la luna llena», mandó mi padre. De día íbamos a buscar maderas y fierros a

los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se quedaban

en la sala practicando el aullido de los lobos, después que mi tía la menor

sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y los incitan a aullar a la luna.

Por cuenta de mis primos corría la provisión de clavos y herramientas; mi

tío el mayor dibujaba los planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la

variedad y calidad de los instrumentos de suplicio. Recuerdo el final de la

discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante alta,

sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un espacio libre

destinado a dar tormento o decapitar según los casos. A mi tío el mayor le

parecía mucho más pobre y mezquino que su idea original, pero las

dimensiones del jardín delantero y el costo de los materiales restringen

siempre las ambiciones de la familia.

Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los

ravioles. Aunque nunca nos ha preocupado lo que puedan pensar los

vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a levantar

una o dos piezas para agrandar la casa. El primero en sorprenderse fue don

Cresta, el viejito de enfrente, y vino a preguntar para qué instalábamos

semejante plataforma. Mis hermanas se reunieron en un rincón del jardín y

soltaron algunos aullidos de lobo. Se amontonó bastante gente, pero

nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la

plataforma y las dos escalerillas (para el sacerdote y el condenado, que no

deben subir juntos). El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivos

empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás

empezamos a levantar la horca mientras mi tío el mayor consultaba dibujos

antiguos para la rueda. Su idea consistía en colocar la rueda lo más alto

posible sobre una pértiga ligeramente irregular, por ejemplo un tronco de

álamo bien desbastado. Para complacerlo, mi hermano el segundo y mis

primos carnales se fueron con la camioneta a buscar un álamo; entre tanto

mi tío el mayor y mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo

preparaba un suncho de fierro. En esos momentos nos divertíamos

enormemente porque se oía martillear en todas partes, mis hermanas

aullaban en la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando

impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía el perfil

de la horca y se veía a mi tío el menor a caballo en el travesaño para fijar el

gancho y preparar el nudo corredizo.

A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de darse

cuenta de lo que estábamos haciendo, y un coro de protestas y amenazas

nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la erección de la rueda.

Algunos desaforados habían pretendido impedir que mi hermano el segundo

y mis primos entraran en casa el magnífico tronco de álamo que traían en la

camioneta. Un conato de cinchada fue ganado de punta a punta por la

familia en pleno que, tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en el

jardín junto con una criatura de corta edad prendida de las raíces. Mi padre

en persona devolvió la criatura a sus exasperados padres, pasándola

cortésmente por la verja, y mientras la atención se concentraba en estas

16 alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis primos

carnales, calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía a erigirla. La

policía llegó en momentos en que la familia, reunida en la plataforma,

comentaba favorablemente el buen aspecto del patíbulo. Sólo mi hermana la

tercera permanecía cerca de la puerta, y le tocó dialogar con el

subcomisario en persona; no le fue difícil convencerlo de que trabajábamos

dentro de nuestra propiedad, en una obra que sólo el uso podía revestir de

un carácter anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran

hijas del odio y fruto de la envidia. La caída de la noche nos salvó de otras

pérdidas de tiempo.

A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma, espiados

por un centenar de vecinos rencorosos; jamás el lechón adobado nos pareció

más exquisito, y más negro y dulce el nebiolo. Una brisa del norte

balanceaba suavemente la cuerda de la horca; una o dos veces chirrió la

rueda, como si ya los cuervos se hubieran posado para comer. Los mirones

empezaron a irse, mascullando vagas amenazas; aferrados a la verja

quedaron veinte o treinta que parecían esperar alguna cosa. Después del

café apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los

balaustres de la terraza, mis hermanas aullaron y mis primos y tíos

recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los fundamentos

con sus pasos. En el silencio que siguió, la luna vino a ponerse a la altura

del nudo corredizo, y en la rueda pareció tenderse una nube de bordes

plateados. Las mirábamos, tan felices que era un gusto, pero los vecinos

murmuraban en la verja, como al borde de una decepción. Encendieron

cigarrillos y se fueron yendo, unos en piyama y otros más despacio. Quedó

la calle, una pitada de vigilante a lo lejos, y el colectivo 108 que pasaba

cada tanto; nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas,

elefantes y vestidos de seda.










ETIQUETA Y PRELACIONES




Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el

recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de

vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los

tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan

desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de

cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede

atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo

como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la calle Humboldt

llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba a las chicas, pero en

nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre no existe, y mucho menos

otros rebuscados y espamentosos como Chirola, Cachuzo o Matagatos, que

abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz. Como ejemplo del cuidado

que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía segunda.

Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos

hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres

habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Ánfora Etrusca,

estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de la Culona. Siempre

procedemos con el mismo tacto, aunque nos ocurre tener que luchar con los

vecinos y amigos que insisten en los motes tradicionales. A mi primo

segundo el menor, marcadamente cabezón, le rehusamos siempre el

sobrenombre de Atlas que le habían puesto en la parrilla de la esquina, y

preferimos el infinitamente más delicado de Cucuzza. Y así siempre.

Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del

resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar

los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la

vulgaridad en ninguna de sus formas, y basta que alguno de nosotros oiga

en la cantina frases como «Fue un partido de trámite violento», o: «Los

remates de Faggioli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración

preliminar del eje medio», para que inmediatamente dejemos constancia de

las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: «Hubo

una de patadas que te la debo», o: «Primero los arrollamos y después fue la

goleada.» La gente nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que

recoja la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío el mayor, que

lee a los escritores argentinos, dice que con muchos de ellos se podría hacer

algo parecido, pero nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.










CORREOS Y TELECOMUNICACIONES




Una vez que un pariente de lo más lejano llegó a ministro, nos

arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia en la sucursal de

Correos de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres días que

estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad

extraordinaria que nos valió la sorprendida visita de un inspector del Correo

Central y un suelto laudatorio en La Razón. Al tercer día estábamos seguros

de nuestra popularidad, pues la gente ya venía de otros barrios a despachar

su correspondencia y a hacer giros a Purmamarca y a otros lugares

igualmente absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra libre, y la familia

empezó a atender con arreglo a sus principios y predilecciones. En la

ventanilla de franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de

colores a cada comprador de estampillas. La primera en recibir su globo fue

una señora gorda que se quedó como clavada, con el globo en la mano y la

estampilla de un peso ya humedecida que se le iba enroscando poco a poco

en el dedo. Un joven melenudo se negó de plano a recibir su globo, y mi

hermana lo amonestó severamente mientras en la cola de la ventanilla

empezaban a suscitarse opiniones encontradas. Al lado, varios provincianos

empeñados en girar insensatamente parte de sus salarios a los familiares

lejanos, recibían con algún asombro vasitos de grapa y de cuando en cuando

una empanada de carne, todo esto a cargo de mi padre que además les

recitaba a gritos los mejores consejos del viejo Vizcacha. Entre tanto mis

hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas, las untaban con

alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas. Luego las presentaban al

estupefacto expedidor y le hacían notar con cuánta alegría serían recibidos

los paquetes así mejorados. «Sin piolín a la vista», decían. «Sin el lacre tan

vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va metido debajo

del ala de un cisne, fíjese.» No todos se mostraban encantados, hay que ser

sincero.

Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi madre cerró el

acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el público una

multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios de los

telegramas, giros y cartas certificadas. Cantamos, el himno nacional y nos

retiramos en buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera en

la cola de franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un globo.










PERDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO




Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la

consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento

de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo

caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la

rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla

para que se pierda de vista.

Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del

pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para

ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no

se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del

sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte

aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la

familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se

planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja,

pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá

que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero

que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi

primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras

se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa

sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota

casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los

departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros

recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los

que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos

traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el

pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada,

porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad.

Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizamos por las

alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y

una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores,

ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos

trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de

día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al

término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes

al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga

un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi

siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento

del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o

un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga

permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así

por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio

donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección

al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna

barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos

centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo

piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el

pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado

cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para

exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente

debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de

secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha

Rayada.










TÍA EN DIFICULTADES




¿Por qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace

años que la familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la

hora de confesar nuestro fracaso. Por más que hagamos, tía tiene miedo de

caerse de espaldas; y su inocente manía nos afecta a todos, empezando por

mi padre, que fraternalmente la acompaña a cualquier parte y va mirando el

piso para que tía pueda caminar sin preocupaciones, mientras mi madre se

esmera en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las

pelotas de tenis con que se divierten inocentemente en la terraza y mis

primos borran toda huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas

que proliferan en casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar

las habitaciones después de un largo titubeo, interminables observaciones

oculares y palabras destempladas a todo chico que ande por ahí en ese

momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un pie y

moviéndolo como un boxeador en el cajón de resina, después el otro,

trasladando el cuerpo en un desplazamiento que en nuestra infancia nos

parecía majestuoso, y tardando varios minutos para ir de una puerta a otra.

Es algo horrible.

Varias veces la familia ha procurado que mi tía explicara con alguna

coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con

un silencio que se hubiera podido cortar con guadaña; pero una noche,

después de un vasito de hesperidina, tía condescendió a insinuar que si se

caía de espaldas no podría volver a levantarse. A la elemental observación

de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en

su auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos palabras: «Lo mismo».

Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a la cocina y me

mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin decirnos

nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras

cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, circulaban por el piso y

pasaban rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la

cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a

interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla

a todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas

antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no

era peor que otras vidas.










TÍA EXPLICADA O NO




Quien más quien menos, mis cuatro primos carnales se dedican a la

filosofía. Leen libros, discuten entre ellos y son admirados a distancia por el

resto de la familia, fiel al principio de no meterse en las preferencias ajenas

e incluso favorecerlas en la medida de lo posible. Estos muchachos, que me

merecen gran respeto, se plantearon más de una vez el problema del miedo

de mi tía, llegando a conclusiones oscuras pero tal vez atendibles. Como

suele ocurrir en casos parecidos, mi tía era la menos enterada de estos

cabildeos, pero desde esa época la deferencia de la familia se acentuó

todavía más. Durante años hemos acompañado a tía en sus titubeantes

expediciones de la sala al antepatio, del dormitorio al cuarto de baño, de la

cocina a la alacena. Nunca nos pareció fuera de lugar que se acostara de

lado, y que durante la noche observara la inmovilidad más absoluta, los días

pares del lado derecho y los impares del izquierdo. En las sillas del

comedor y del patio, tía se instala muy erguida; por nada aceptaría la

comodidad de una mecedora o de un sillón Morris. La noche del Sputnik la

familia se tiró al suelo en el patio para observar el satélite, pero tía

permaneció sentada y al día siguiente tuvo una tortícolis horrenda. Poco a

poco nos fuimos convenciendo, y hoy estamos resignados. Nos ayudan

nuestros primos carnales, que aluden a la cuestión con miradas de

inteligencia y dicen cosas tales como: «Tiene razón». ¿Pero por qué? No lo

sabemos, y ellos no quieren explicarnos. Para mí, por ejemplo, estar de

espaldas me parece comodísimo. Todo el cuerpo se apoya en el colchón o

en las baldosas del patio, uno siente los talones, las pantorrillas, los muslos,

las nalgas, el lomo, las paletas, los brazos y la nuca que se reparten el peso

del cuerpo y lo difunden, por decir así, en el suelo, lo acercan tan bien y tan

naturalmente a esa superficie que nos atrae vorazmente y parecería querer

tragarnos. Es curioso que a mí estar de espaldas me resulte la posición más

natural, y a veces sospecho que mi tía le tiene horror por eso. Yo la

encuentro perfecta, y creo que en el fondo es la más cómoda. Sí, he dicho

bien: en el fondo, bien en el fondo, de espaldas. Hasta me da un poco de

miedo, algo que no consigo explicar. Cómo me gustaría ser como ella, y

cómo no puedo.










LOS POSATIGRES




Mucho antes de llevar nuestra idea a la práctica sabíamos que el posado

de los tigres planteaba un doble problema, sentimental y moral. El primero

no se refería tanto al posado como al tigre mismo, en la medida en que a

estos felinos no les agrada que los posen y acuden a todas sus energías, que

son enormes, para resistirse. ¿Cabía en esas circunstancias arrostrar la

idiosincrasia de dichos animales? Pero la pregunta nos trasladaba al plano

moral, donde toda acción puede ser causa o efecto de esplendor o de

infamia. De noche, en nuestra casita de la calle Humboldt, meditábamos

frente a los tazones de arroz con leche, olvidados de rociarlos con canela y

azúcar. No estábamos verdaderamente seguros de poder posar un tigre, y

nos dolía.

Se decidió por último que posaríamos uno, al solo efecto de ver jugar el

mecanismo en toda su complejidad, y que más tarde evaluaríamos los

resultados. No hablaré aquí de la obtención del primer tigre: fue un trabajo

sutil y penoso, un correr por consulados y droguerías, una complicada,

urdimbre de billetes, cartas por avión y trabajo de diccionario. Una noche

mis primos llegaron cubiertos de tintura de yodo: era el éxito. Bebimos

tanto nebiolo que mi hermana la menor acabó destendiendo la mesa con el

rastrillo. En esa época éramos más jóvenes.

Ahora que el experimento ha dado los resultados que conocemos, puedo

facilitar detalles del posado. Quizá lo más difícil sea todo lo que se refiere

al ambiente, pues se requiere una habitación con el mínimo de muebles,

cosa rara en la calle Humboldt. En el centro se coloca el dispositivo: dos

tablones cruzados, un juego de varillas elásticas y algunas jarras de barro

con leche y agua. Posar el tigre no es demasiado difícil, aunque puede

ocurrir que la operación fracase y haya que repetirla; la verdadera dificultad

empieza en el momento en que ya posado, el tigre recobra la libertad y opta

—de múltiples maneras posibles— por ejercitarla. En esta etapa, que

llamaré intermedia, las reacciones de mi familia son fundamentales; todo

depende de cómo se conduzcan mis hermanas, de la habilidad con que mi

padre vuelva a posar el tigre, utilizándolo al máximo como un alfarero su

arcilla. La menor falla sería la catástrofe, los fusibles quemados, la leche

por el suelo, el horror de unos ojos fosforescentes rayando las tinieblas, los

chorros tibios a cada zarpazo; me resisto a imaginarlo siquiera, puesto que

hasta ahora hemos posado el tigre sin consecuencias peligrosas. Tanto el

dispositivo como las diferentes funciones que debemos desempeñar todos,

desde el tigre hasta mis primos segundos, parecen eficaces y se articulan

armoniosamente. Para nosotros el hecho en sí de posar el tigre no es

importante, sino que la ceremonia se cumpla hasta el final sin transgresión.

Es preciso que el tigre acepte ser posado, o que lo sea de manera tal que su

aceptación o su rechazo carezcan de importancia. En los instantes que uno

sentiría la tentación de llamar cruciales —quizá por los dos tablones, quizá

por mero lugar común—, la familia se siente poseída de una exaltación

extraordinaria; mi madre no disimula las lágrimas y mis primas carnales

tejen y destejen convulsivamente los dedos. Posar el tigre tiene algo de total

encuentro, de alineación frente a un absoluto; el equilibrio depende de tan

poco y lo pagamos a un precio tan alto, que los breves instantes que siguen

al posado y que deciden de su perfección nos arrebatan como de nosotros

mismos, arrasan con la tigredad y la humanidad en un solo movimiento

inmóvil que es vértigo, pausa y arribo. No hay tigre, no hay familia, no hay

posado. Imposible saber lo que hay: un temblor que no es de esta carne, un

tiempo central, una columna de contacto. Y después salimos todos al patio

cubierto, y nuestras tías traen la sopa como si algo cantara, como si

fuéramos a un bautismo.










CONDUCTA EN LOS VELORIOS




No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado:

vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la

hipocresía. Mi prima segunda la mayor se encarga de cerciorarse de la

índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que

les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café,

entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo

mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta

interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra.

Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en

un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo,

entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a

punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y

música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar

las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose

contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos,

a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien,

y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente

cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria,

pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno

hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método

preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se

departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de

cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a

la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva

demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos,

los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente

confidencial; antes de medianoche estamos seguros, podemos actuar sin

remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la

primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los

ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio,

empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y

finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a

llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de

azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes

cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un

amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y

noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos.

Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos

amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres

primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan

conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación,

comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños

de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la

deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantanar a

señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis

hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala

mortuorio y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos

realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que

una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia,

unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la

curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan

tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos

arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco

hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan

desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que

cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos

tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo

sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano

acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios

los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos

para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el

mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de

estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras

contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes

empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber

grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de

llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en

orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la

mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los

vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes

posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis

tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo,

nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios;

tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al

pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis

hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del

ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van

adelantando hasta desalojarlos, abreviar el último adiós y quedarse solos

junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero

incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier

cosa que se les acerca a los labios y responden con vagas protestas

inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas.

Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una

organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director

de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace

de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los

parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación

destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los

miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se

instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo y mis primas

condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se

ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube

donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si

algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una

reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón

al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los

amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y

el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le

empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de

tapioca y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y

abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y

discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota

sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo

que se dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar.

Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del

panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal

efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas, que lloran

colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre

moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el

catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose

y estrujando los discursos con sus manos húmedas. Por lo regular no nos

molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que

damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del

velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente

para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos

que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos

ellos a que los lleven los parientes.










MATERIAL PLÁSTICO

TRABAJOS DE OFICINA




Mi fiel secretaria es de las que toman su función al-pie-de-la-letra, y ya

se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los

cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.

Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina.

Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un

sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de

prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca

adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las

palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga

en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si

se me viene a la boca un adjetivo prescindible —porque todos ellos nacen

fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo—, ya está

ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al

resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en

este mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está

tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento

imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado,

temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto

de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o

verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y sus brincos y sus

rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entre tanto la oficina, distraída

en apariencia pero pronta al salto. A mitad de un verso que nacía tan

contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y

entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, las tacha

presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda

está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la

lengua, esta cara de jefe con su secretaria.










MARAVILLOSAS OCUPACIONES




Qué maravillosa ocupación cortarle una pata a una araña, ponerla en un

sobre, escribir Señor Ministro de Relaciones Exteriores, agregar la

dirección, bajar a saltos la escalera, despachar la carta en el correo de la

esquina.

Qué maravillosa ocupación ir andando por el bulevar Arago contando

los árboles, y cada cinco castaños detenerse un momento sobre un solo pie

y esperar que alguien mire, y entonces soltar un grito seco y breve, y girar

como una peonza, con los brazos bien abiertos, idéntico al ave cakuy que se

duele en los árboles del norte argentino.

Qué maravillosa ocupación entrar en un café y pedir azúcar, otra vez

azúcar, tres o cuatro veces azúcar, e ir formando un montón en el centro de

la mesa, mientras crece la ira en los mostradores y debajo de los delantales

blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupir suavemente,

y seguir el descenso del pequeño glaciar de saliva, oír el ruido de piedras

rotas que lo acompaña y que nace en las gargantas contraídas de cinco

parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.

Qué maravillosa ocupación tomar el ómnibus, bajarse delante del

Ministerio, abrirse paso a golpes de sobres con sellos, dejar atrás al último

secretario y entrar, firme y serio, en el gran despacho de espejos,

exactamente en el momento en que un ujier vestido de azul entrega al

Ministro una carta, y verlo abrir el sobre con una plegadera de origen

histórico, meter dos dedos delicados y retirar la pata de araña, quedarse

mirándola, y entonces imitar el zumbido de una mosca y ver cómo el

Ministro palidece, quiere tirar la pata pero no puede, está atrapado por la

pata, y darle la espalda y salir, silbando, anunciar en los pasillos la renuncia

del Ministro, y saber que al día siguiente entrarán las tropas enemigas y

todo se irá al diablo y será un jueves de un mes impar de un año bisiesto.










VIETATO INTRODURRE BICICLETTE




En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un

pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o

soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi

madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas

una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el

vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe

admoniciones vehementes de los empleados de la casa.

Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una

humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros

delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las

bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición

social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido

entrar con bicicletas. Algunos agregan: «y perros», lo cual duplica en las

bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre,

una tortuga, pueden en principio entrar en Bunge & Born o en los estudios

de los abogados de la calle San Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran

encanto entre telefonistas ansiosas o, a lo sumo, una orden al portero para

que arroje a los susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder

pero no es humillante, primero, porque sólo constituye una probabilidad

entre muchas, y luego porque nace como efecto de una causa y no de una

fría maquinación preestablecida, horrendamente impresa en chapas de

bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla

espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes. De todas maneras,

¡cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá

sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como

rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas

amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios

crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los

cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con

baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos

despedidos por tarjeta.










CONDUCTA DE LOS ESPEJOS EN LA ISLA DE

PASCUA




Cuando se pone un espejo al oeste de la isla de Pascua, atrasa. Cuando

se pone un espejo al este de la isla de Pascua, adelanta. Con delicadas

mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora,

pero el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro,

pues los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da

la real gana. Así Salomón Lemos, el antropólogo becado por la Fundación

Guggenheim, se vio a sí mismo muerto de tifus al mirar su espejo de

afeitarse, todo ello al este de la isla. Y al mismo tiempo un espejito que

había olvidado al oeste de la isla de Pascua reflejaba para nadie (estaba

tirado entre las piedras) a Salomón Lemos de pantalón corto yendo a la

escuela; después, a Salomón Lemos desnudo en una bañadera, jabonado

entusiastamente por su papá y su mamá; después, a Salomón Lemos

diciendo ajó para emoción de su tía Remeditos en una estancia del partido

de Trenque Lauquen.










POSIBILIDADES DE LA ABSTRACCIÓN




Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos

internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del humor y

especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no me

gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y

habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. De la

misma manera, si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa apenas entra

en mi campo visual, y mientras me habla de lo fría que está la mañana yo

me paso largos minutos admirándole el ombliguito. A veces es casi malsana

esta facilidad que tengo.

El lunes pasado fueron las orejas. A la hora de entrada era

extraordinario el número de orejas que se desplazaban en la galería de

entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la cantina, a mediodía, había

más de quinientas, simétricamente ordenadas en dobles filas. Era divertido

ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban, salían de la fila y se

alejaban. Parecían alas.

El martes elegí algo que creía menos frecuente: los relojes de pulsera.

Me engañé, porque a la hora del almuerzo pude ver cerca de doscientos que

sobrevolaban las mesas con un movimiento hacia atrás y adelante, que

recordaba particularmente la acción de seccionar un biftec. El miércoles

preferí (con cierto embarazo) algo más fundamental, y elegí los botones.

¡Oh espectáculo! El aire de la galería lleno de cardúmenes de ojos opacos

que se desplazaban horizontalmente, mientras a los lados de cada pequeño

batallón horizontal se balanceaban pendularmente dos, tres o cuatro

botones. En el ascensor la saturación era indescriptible: centenares de

botones inmóviles, o moviéndose apenas, en un asombroso cubo

cristalográfico. Recuerdo especialmente una ventana (era por la tarde)

contra el cielo azul. Ocho botones rojos dibujaban una delicada vertical, y

aquí y allá se movían suavemente unos pequeños discos nacarados y

secretos. Esa mujer debía ser tan hermosa.

El miércoles era de ceniza, día en que los procesos digestivos me

parecieron ilustración adecuada a la circunstancia, por lo cual a las nueve y

media fui mohíno espectador de la llegada de centenares de bolsas llenas de

una papilla grisácea, resultante de la mezcla de corn-flakes, café con leche y

medialunas. En la cantina vi cómo una naranja se dividía en prolijos gajos,

que en un momento dado perdían su forma y bajaban uno tras otro hasta

formar a cierta altura un depósito blanquecino. En ese estado la naranja

recorrió el pasillo, bajó cuatro pisos y, luego de entrar en una oficina, fue a

inmovilizarse en un punto situado entre los dos brazos de un sillón. Algo

más lejos se veían en análogo reposo un cuarto de litro de té cargado. Como

curioso paréntesis (mi facultad de abstracción suele ejercerse

arbitrariamente) podía ver además una bocanada de humo que se entubaba

verticalmente, se dividía en dos translúcidas vejigas, subía otra vez por el

tubo y luego de una graciosa voluta se dispersaba en barrocos resultados.

Más tarde (yo estaba en otra oficina) encontré un pretexto para volver a

visitar la naranja, el té y el humo. Pero el humo había desaparecido, y en

vez de la naranja y el té había dos desagradables tubos retorcidos. Hasta la

abstracción tiene su lado penoso; saludé a los tubos y me volví a mi

despacho. Mi secretaria lloraba, leyendo el decreto por el cual me dejaban

cesante. Para consolarme decidí abstraer sus lágrimas, y por un rato me

deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se

aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial. La vida está

llena de hermosuras así.










EL DIARIO A DIARIO




Un señor toma el tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo

el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el

mismo brazo.

Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas

que el señor abandona en un banco de plaza.

Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se

convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee y lo

deja convertido en un montón de hojas impresas.

Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se

convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee y

lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su

casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es

para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.




PEQUEÑA HISTORIA TENDIENTE A ILUSTRAR

LO PRECARIO DE LA ESTABILIDAD DENTRO

DE LA CUAL CREEMOS EXISTIR, O SEA QUE

LAS LEYES PODRÍAN CEDER TERRENO A LAS

EXCEPCIONES, AZARES O

IMPROBABILIDADES, Y AHÍ TE QUIERO VER

Informe confidencial CVN/475 a/W del

Secretario de la OCLUSIOM al Secretario de la

VERPERTUIT.




... confusión horrible. Todo marchaba perfectamente y nunca hubo

dificultades con los reglamentos. Ahora, de pronto, se decide reunir al

Comité Ejecutivo en sesión extraordinaria y empiezan las dificultades, ya

va a ver usted qué clase de líos inesperados. Desconcierto absoluto en las

filas. Incertidumbre en cuanto al futuro. Pasa que el Comité se reúne y

procede a elegir a los nuevos miembros del cuerpo, en reemplazo de los seis

titulares fallecidos en trágicas circunstancias al precipitarse al agua el

helicóptero en el cual sobrevolaban el paisaje, pereciendo todos ellos en el

hospital de la región por haberse equivocado la enfermera y aplicádoles

inyecciones de sulfamida en dosis inaceptables por el organismo humano.

Reunido el Comité, compuesto del único titular sobreviviente (retenido en

su domicilio el día de la catástrofe por causa de resfrío) y de seis miembros

suplentes, precédese a votar los candidatos propuestos por los diferentes

estados asociados de la OCLUSIOM. Se elige por unanimidad al señor

Félix Voll. (Aplausos.)

Se elige por unanimidad al señor Félix Romero. (Aplausos.) Se practica

una nueva votación, y resulta elegido por unanimidad el señor Félix

Lupescu. (Desconcierto.) El Presidente interino toma la palabra y hace una

observación jocosa sobre la coincidencia de los nombres de pila. Pide la

palabra el delegado de Grecia y declara que, aunque le parece ligeramente

estrambótico, tiene encargo de su gobierno de proponer como candidato al

señor Félix Paparemólogos. Se vota, y resulta elegido por mayoría. Se pasa

a la votación siguiente, y triunfa el candidato por Pakistán, señor Félix

Abib. A esta altura hay gran confusión en el Comité, el cual se apresura a

celebrar la votación final, resultando elegido el candidato por la Argentina,

señor Félix Camusso. Entre los aplausos acentuadamente incómodos de los

presentes, el titular decano del Comité da la bienvenida a los seis nuevos

miembros, a quienes califica cordialmente de tocayos. (Estupefacción.) Se

lee la composición del Comité, el cual queda integrado en la siguiente

forma: Presidente y miembro más antiguo sobreviviente del siniestro, Sr.

Félix Smith. Miembros, Sres Félix Voll, Félix Romero, Félix Lupescu,

Félix Paparemólogos, Félix Abib y Félix Camusso.

Ahora bien, las consecuencias de esta elección son cada vez más

comprometedoras para la OCLUSIOM. Los diarios de la tarde reproducen

con comentarios jocosos e impertinentes la composición del Comité

Ejecutivo. El Ministro del Interior habló esta mañana por teléfono con el

Director General. Este, a falta de mejor cosa, ha hecho preparar una nota

informativa que contienen el curriculum vitae de los nuevos miembros del

Comité, todos ellos eminentes personalidades en el campo de las ciencias

económicas.

El Comité debe celebrar su primera sesión el próximo jueves, pero se

murmura que los Sres. Félix Camusso, Félix Voll y Félix Lupescu elevarán

su renuncia en las últimas horas de esta tarde. El Sr. Camusso ha solicitado

instrucciones sobre la redacción de su renuncia; en efecto, no tiene ningún

motivo valedero para retirarse del Comité y sólo lo guía, al igual que los

Sres. Voll y Lupescu, el deseo de que el Comité se integre con personas que

no respondan al nombre de Félix. Probablemente las renuncias aducirán

razones de salud y serán aceptadas por el Director General.










FIN DEL MUNDO DEL FIN




Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo

había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez

más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas

de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas.

Primero las bibliotecas desbordarán de las casas; entonces las

municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de

juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las

maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres

aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen

paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros

rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y

los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las

rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una

pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas

trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones y los

impresos llegan ya a orillas del mar. El presidente de la República habla por

teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente

precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo

en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos

precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios, etcétera. Esto permite

a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber

espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo y que

en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en

forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por

fin como un piso resistente, aunque viscoso, que sube diariamente algunos

metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas

invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y

océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y

penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios

a sus ambiciones, etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a

expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los

impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes

de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan

lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y

las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos

puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero

escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran

alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas

y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos,

donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado

y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se

amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así

crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos

mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a

quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los

rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta

escriben con lápiz, etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y

baldosas, etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto

en otro para aprovechar las entrelineas, o se borra con hojas de afeitar las

letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan

lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por

completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive

precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar

están las islas y los casinos, o sea los transatlánticos, donde se han

refugiado los presidentes de las repúblicas y donde se celebran grandes

fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente y de

capitán a capitán.










ACEFALIA




A un señor le cortaron la cabeza, pero como después estalló una huelga

y no pudieron enterrarlo, este señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y

arreglárselas bien o mal.

En seguida notó que cuatro de los cinco sentidos se le habían ido con la

cabeza. Dotado solamente de tacto, pero lleno de buena voluntad, el señor

se sentó en un banco de la plaza Lavalle y tocaba las hojas de los árboles

una por una, tratando de distinguirlas y nombrarlas. Así, al cabo de varios

días pudo tener la certeza de que había juntado sobre sus rodillas una hoja

de eucalipto, una de plátano, una de magnolia foscata y una piedrita verde.

Cuando el señor advirtió que esto último era una piedra verde, pasó un

par de días muy perplejo. Piedra era correcto y posible, pero no verde. Para

probar imaginó que la piedra era roja, y en el mismo momento sintió como

una profunda repulsión, un rechazo de esa mentira flagrante, de una piedra

roja absolutamente falsa, ya que la piedra era por completo verde y en

forma de disco, muy dulce al tacto.

Cuando se dio cuenta de que además la piedra era dulce, el señor pasó

cierto tiempo atacado de gran sorpresa. Después optó por la alegría, lo que

siempre es preferible, pues se veía que, a semejanza de ciertos insectos que

regeneran sus partes cortadas, era capaz de sentir diversamente. Estimulado

por el hecho abandonó el banco de la plaza y bajó por la calle Libertad

hasta la Avenida de Mayo, donde como es sabido proliferan las frituras

originadas en los restaurantes españoles. Enterado de este detalle que le

restituía un nuevo sentido, el señor se encaminó vagamente hacia el este o

hacia el oeste, pues de eso no estaba seguro, y anduvo infatigable,

esperando de un momento a otro oír alguna cosa, ya que el oído era lo único

que le faltaba. En efecto, veía un cielo pálido como de amanecer, tocaba sus

propias manos con dedos húmedos y uñas que se hincaban en la piel, olía

como a sudor y en la boca tenía gusto a metal y a coñac. Sólo le faltaba oír,

y justamente entonces oyó, y fue como un recuerdo, porque lo que oía era

otra vez las palabras del capellán de la cárcel, palabras de consuelo y

esperanza muy hermosas en sí, lástima que con cierto aire de usadas, de

dichas muchas veces, de gastadas a fuerza de sonar y sonar.










ESBOZO DE UN SUEÑO




Bruscamente siente gran deseo de ver a su tío y se apresura por

callejuelas retorcidas y empinadas, que parecen esforzarse por alejarlo de la

vieja casa solariega. Después de largo andar (pero es como si tuviera los

zapatos pegados al suelo) ve el portal y oye vagamente ladrar un perro, si

eso es un perro. En el momento de subir los cuatro gastados peldaños, y

cuando alarga la mano hacia el llamador, que es otra mano que aprieta una

esfera de bronce, los dedos del llamador se mueven, primero el meñique y

poco a poco los otros, que van soltando interminablemente la bola de

bronce. La bola cae como si fuera de plumas, rebota sin ruido en el umbral

y le salta hasta el pecho, pero ahora es una gorda araña negra. La rechaza

con un manotón desesperado, y en ese instante se abre la puerta: el tío está

de pie, sonriendo detrás de la puerta cerrada. Cambian algunas frases que

parecen preparadas, un ajedrez elástico. «Ahora yo tengo que contestar...»

«Ahora él va a decir...» Y todo ocurre exactamente así. Ya están en una

habitación brillantemente iluminada; el tío saca cigarros envueltos en papel

plateado y le ofrece uno. Largo rato busca los fósforos, pero en toda la casa

no hay fósforos ni fuego de ninguna especie; no pueden encender los

cigarros, el tío parece ansioso de que la visita termine, y por fin hay una

confusa despedida en un pasillo lleno de cajones a medio abrir y donde

apenas queda lugar para moverse.

Al salir de la casa sabe que no debe mirar hacia atrás, porque... No sabe

más que eso, pero lo sabe, y se retira rápidamente, con los ojos fijos en el

fondo de la calle. Poco a poco se va sintiendo más aliviado. Cuando llega a

su casa está tan rendido que se acuesta en seguida, casi sin desvestirse.

Entonces sueña que está en el «Tigre» y que pasa todo el día remando con

su novia y comiendo chorizos en el recreo Nuevo Toro.










QUE TAL, LÓPEZ




Un señor encuentra a un amigo y lo saluda, dándole la mano e

inclinando un poco la cabeza.

Así es como cree que lo saluda, pero el saludo ya está inventado y este

buen señor no hace más que calzar en el saludo.

Llueve. Un señor se refugia bajo una arcada. Casi nunca estos señores

saben que acaban de resbalar por un tobogán prefabricado desde la primera

lluvia y la primera arcada. Un húmedo tobogán de hojas, marchitas.

Y los gestos del amor, ese dulce museo, esa galería de figuras de humo.

Consuélese tu vanidad: la mano de Antonio buscó lo que busca tu mano, y

ni aquélla ni la tuya buscaban nada que ya no hubiera sido encontrado desde

la eternidad. Pero las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a

la tierra como palomas muertas.

Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones

igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de

Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien;

los verbos activos contienen el repertorio completo.

Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa

o los caminos ya hechos, por más atajos y encrucijadas que propongan.

Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y

no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos

halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta.

Cuando los zapatos aprietan, buena señal. Algo cambia ahí, algo que

nos muestra, que sordamente nos pone, nos plantea. Por eso los monstruos

son tan populares y los diarios se extasían con los terneros bicéfalos. ¡Qué

oportunidades, qué esbozo de un gran salto hacia lo otro!

Ahí viene López.

—¿Qué tal, López?

—¿Qué tal, che?

Y así es como creen que se saludan.










GEOGRAFÍAS




Probado que las hormigas son las verdaderas reinas de la creación (el

lector puede tomarlo como una hipótesis o una fantasía; de todas maneras le

hará bien un poco de antropofuguismo), he aquí una página de su geografía:

(P. 84 del libro; se señalan entre paréntesis los posibles equivalentes de

ciertas expresiones, según la clásica interpretación de Gastón Loeb.)

«...mares paralelos (¿ríos?). El agua infinita (¿un mar?) crece en ciertos

momentos como una hiedra-hiedra-hiedra (¿idea de una pared muy alta, que

expresaría la marea?). Si se va-va-va-va (noción análoga aplicada a la

distancia) se llega a la Gran Sombra Verde (¿un campo sembrado, un soto,

un bosque?) donde el Gran Dios alza el granero continuo para sus Mejores

Obreras. En esta región abundan los Horribles Inmensos Seres (¿hombres?)

que destrozan nuestros senderos. Al otro lado de la Gran Sombra Verde

empieza el Cielo Duro (¿una montaña?). Y todo es nuestro, pero con

amenazas.»

Esta geografía ha sido objeto de otra interpretación (Dick Fry y Niels

Peterson Jr.). El pasaje correspondería topográficamente a un pequeño

jardín de la calle Laprida, 628, Buenos Aires. Los mares paralelos son dos

canaletas de desagüe; el agua infinita, un bañadero de patos; la Gran

Sombra Verde, un almacigo de lechuga. Los Horribles Inmensos Seres

insinuarían patos o gallinas, aunque no debe descartarse la posibilidad de

que realmente se trate de los hombres. Sobre el Cielo Duro se cierne ya una

polémica que no terminará pronto. A la opinión de Fry y Peterson, que ven

en él una medianera de ladrillos, se opone la de Guillermo Sofovich, que

presume un bidé abandonado entre las lechugas.










PROGRESO Y RETROCESO




Inventaron un cristal que dejaba pasar las moscas. La mosca venía,

empujaba un poco con la cabeza y, pop, ya estaba del otro lado. Alegría

enormísima de la mosca.

Todo lo arruinó un sabio húngaro al descubrir que la mosca podía entrar

pero no salir, o viceversa, a causa de no se sabe qué macana en la

flexibilidad de las fibras de este cristal, que era muy fibroso. En seguida

inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar dentro, y muchas moscas

morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos

animales dignos de mejor suerte.










HISTORIA VERÍDICA




A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible

al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los

cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por

milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido y comprende que

lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a

una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado

doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el

estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se

han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios

de la Providencia son inescrutables y que en realidad el milagro ha ocurrido

ahora.










HISTORIA CON UN OSO BLANDO




Mira tú esa bola de coaltar que rezuma estirándose y creciendo por la

juntura ventana de dos árboles. Más allá de los árboles hay un calvero y es

ahí donde el coaltar medita y proyecta su ingreso a la forma bola, a la forma

bola y patas, a la forma coaltar pelos patas que después el diccionario OSO.

Ahora el coaltar bola emerge húmedo y blando sacudiéndose hormigas

infinitas y redondas, las va tirando en cada huella que se ordena armoniosa

a medida que camina. Es decir que el coaltar proyecta una pata oso sobre

las agujas de pino, hiende la tierra lisa y al soltarse marca una pantufla

hecha jirones adelante y deja naciente un hormiguero múltiple y redondo,

fragante de coaltar. Así a cada lado del camino, fundador de imperios

simétricos, va la forma pelos patas aplicando una construcción para

hormigas redondas que se sacude húmedo.

Por fin sale el sol y el oso blando alza una cara transitada y pueril hacia

el gongo de miel que vanamente ansia. El coaltar se pone a oler con

vehemencia, la bola crece al nivel del día, pelos y patas solamente coaltar,

pelos patas coaltar que musita un ruego y atisba la respuesta, la profunda

resonancia del gongo arriba, la miel del cielo en su lengua hocico, en su

alegría pelos patas.










TEMA PARA UN TAPIZ




El general tiene sólo ochenta hombres, y el enemigo, cinco mil. En su

tienda el general blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada,

que palomas mensajeras derraman sobre el campamento enemigo.

Doscientos infantes se pasan al general. Sigue una escaramuza, que el

general gana fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando. Tres días

después el enemigo tiene sólo ochenta hombres y el general cinco mil.

Entonces el general escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se

pasan a su bando. Sólo queda un enemigo, rodeado por el ejército del

general, que espera en silencio. Transcurre la noche y el enemigo no se ha

pasado a su bando. El general blasfema y llora en su tienda. Al alba el

enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la tienda del

general. Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda. Sale el sol.










PROPIEDADES DE UN SILLÓN




En casa del Jacinto hay un sillón para morirse.

Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón,

que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del

respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si

quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere.

Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en

ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas

están enteradas, pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos

con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando

se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente.

Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más

tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay

palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen

engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos

casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse

de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a

una u otra persona de su familia o amistad. Entre tanto los chicos van

creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el

sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el

patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la

sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer-su-pensamiento.

Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse.

Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la

puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha

abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la

estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde

cualquier parte del comedor.










SABIO CON AGUJERO EN LA MEMORIA




Sabio eminente, historia romana en veintitrés tomos, candidato seguro

Premio Nobel, gran entusiasmo en su país. Súbita consternación: rata de

biblioteca a full-time lanza grosero panfleto denunciando omisión

Caracalla. Relativamente poco importante, de todas maneras omisión.

Admiradores estupefactos consultan Pax Romana qué artista pierde el

mundo Varo devuélveme mis legiones hombre de todas las mujeres y mujer

de todos los hombres (cuídate de los Idus de marzo) el dinero no tiene olor

con este signo vencerás. Ausencia incontrovertible de Caracalla,

consternación, teléfono desconectado, sabio no puede atender al Rey

Gustavo de Suecia pero ese rey ni piensa en llamarlo, más bien otro que

disca y disca vanamente el número maldiciendo en una lengua muerta.










PLAN PARA UN POEMA




Que sea Roma la que Faustina, que el viento aguce los lápices de plomo

del escriba sentado, o atrás de enredaderas centenarias aparezca escrita una

mañana esta frase convincente: No hay enredaderas centenarias, la botánica

es una ciencia, al diablo los inventores de imágenes presuntas. Y Marat en

su bañadera.

También veo la persecución de un grillo por una bandeja de plata, con

la señora Delia que suavemente acerca una mano semejante a un sustantivo

y cuando va a atraparlo el grillo está en la sal (entonces cruzaron a pie

enjuto, y Faraón los maldecía en la ribera) o salta al delicado mecanismo

que de la flor del trigo extrae la mano seca de la tostada. Señora Delia,

señora Delia, deje a ese grillo andar por platos playos. Un día cantará con

tan terrible venganza que sus relojes de péndulo se ahorcarán en sus ataúdes

parados, o la doncella para la ropa blanca dará a luz un monograma vivo,

que correrá por la casa repitiendo sus iniciales como un tamborilero. Señora

Delia, los invitados se impacientan porque hace frío. Y Marat en su

bañadera.

Por fin que sea Buenos Aires en un día salido y rehilado, con trapos al

sol y todas las radios de la cuadra vociferando al mismo tiempo la

cotización del mercado libre de girasoles. Por un girasol sobrenatural se

pagó en Liniers ochenta y ocho pesos, y el girasol hizo manifestaciones

oprobiosas al repórter Esso, un poco por cansancio luego del recuento de

sus granos, en parte porque su destino ulterior no figuraba en la boleta de

venta. Al atardecer habrá una concentración de fuerzas vivas en la Plaza de

Mayo. Las fuerzas irán por distintas calles hasta equilibrarse en la pirámide,

y se verá que viven gracias a un sistema de reflejos instalado por la

municipalidad. Nadie duda de que los actos se cumplirán con la máxima

brillantez, lo que ha provocado como es de suponer una extraordinaria

expectativa. Se han vendido palcos, irán el señor cardenal, las palomas, los

presos políticos, los tranviarios, los relojeros, las dádivas, las gruesas

señoras. Y Marat en su bañadera.










CAMELLO DECLARADO INDESEABLE




Aceptan todas las solicitudes de paso de frontera, pero Guk, camello,

inesperadamente declarado indeseable. Acude Guk a la central de policía

donde le dicen nada que hacer, vuélvete al oasis, declarado indeseable inútil

tramitar solicitud. Tristeza de Guk, retorno a las tierras de infancia. Y los

camellos de familia, y los amigos, rodeándolo y qué te pasa, y no es

posible, por qué precisamente tú. Entonces una delegación al Ministerio de

Tránsito a apelar por Guk, con escándalo de funcionarios de carrera: esto no

se ha visto jamás, ustedes se vuelven inmediatamente al oasis, se hará un

sumario.

Guk en el oasis come pasto un día, pasto otro día. Todos los camellos

han pasado la frontera, Guk sigue esperando. Así se van el verano, el otoño.

Luego Guk de vuelta a la ciudad, parado en una plaza vacía. Muy

fotografiado por turistas, contestando reportajes. Vago prestigio de Guk en

la plaza. Aprovechando busca salir, en la puerta todo cambia: declarado

indeseable. Guk baja la cabeza, busca los ralos pastitos de la plaza. Un día

lo llaman por el altavoz y entra feliz en la central. Allí es declarado

indeseable. Guk vuelve al oasis y se acuesta. Come un poco de pasto, y

después apoya el hocico en la arena. Va cerrando los ojos mientras se pone

el sol. De su nariz brota una burbuja que dura un segundo más que él.










DISCURSO DEL OSO




Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de

silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy

por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los

caños.

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos,

incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso

en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la

muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno

del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De

noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la

chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento

hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna

picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con

la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima

alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y

los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las

tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de

protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda

abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las

habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y

les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan

y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara,

les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de

haber hecho bien.










RETRATO DEL CASOAR




La primera cosa que hace el casoar es mirarlo a uno con altanería

desconfiada. Se limita a mirar sin moverse, a mirar de una manera tan dura

y continua que es casi como si nos estuviera inventando, como si gracias a

un terrible esfuerzo nos sacara de la nada que es el mundo de los casoares y

nos pusiera delante de él, en el acto inexplicable de estarlo contemplando.

De esta doble contemplación, que acaso sólo es una y quizá en el fondo

ninguna, nacemos al casoar y yo, nos situamos, aprendemos a

desconocernos. No sé si el casoar me recorta y me inscribe en su simple

mundo; por mi parte sólo puedo describirlo, aplicar a su presencia un

capítulo de gustos y disgustos. Sobre todo de disgustos porque el casoar es

antipático y repulsivo. Imagínese un avestruz con una cubretetera de cuerno

en la cabeza, una bicicleta aplastada entre dos autos y que se amontona en sí

misma, una calcomanía mal sacada y donde predominan un violeta sucio y

una especie de crepitación. Ahora el casoar da un paso adelante y adopta un

aire más seco; es como un par de anteojos cabalgando una pedantería

infinita. Vive en Australia el casoar; es cobarde y temible a la vez; los

guardianes entran en su jaula con altas botas de cuero y un lanzallamas.

Cuando el casoar cesa de correr despavorido alrededor de la cazuela de

afrecho que le ponen, y se precipita con saltos de camello sobre el guardián,

no queda otro recurso que abrir el lanzallamas. Entonces se ve esto: el río

de fuego lo envuelve y el casoar, con todas las plumas ardiendo, avanza sus

últimos pasos mientras prorrumpe en un chillido abominable. Pero su

cuerpo no se quema: la seca materia escamosa, que es su orgullo y su

desprecio, entra en fusión fría, se enciende en un azul prodigioso, en un

escarlata que semeja un puño desollado, y por fin cuaja en el verde más

transparente, en la esmeralda, piedra de la sombra y la esperanza. El casoar

se deshoja, rápida nube de ceniza, y el guardián corre ávido a posesionarse

de la gema recién nacida. El director del zoológico aprovecha siempre ese

instante para iniciarle proceso por maltrato a las bestias y despedirlo.

¿Qué más diremos del casoar después de esta doble desgracia?










APLASTAMIENTO DE LAS GOTAS




Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera

tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que

hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío.

Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda

temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va

creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está

prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con

los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga

majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en

el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el

marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus

piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer

y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.










CUENTO SIN MORALEJA




Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba

mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre

accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores

callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras

para consignas, slogans, membretes y falsas ocurrencias.

Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al

tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de

generales, secretarios y tazas de café.

—Vengo a venderle sus últimas palabras —dijo el hombre—. Son muy

importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en

cambio le conviene decirlas en el duro trance para configurar fácilmente un

destino histórico retrospectivo.

—Traducí lo que dice —mandó el tiranuelo a su intérprete.

—Habla en argentino, Excelencia.

—¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada?

—Usted ha entendido muy bien —dijo el hombre—. Repito que vengo

a venderle sus últimas palabras.

El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas circunstancias,

y reprimiendo un temblor mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en

los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes

gubernativos.

—Es lástima —dijo el hombre mientras se lo llevaban—. En realidad

usted querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el momento, y

necesitará decirlas para configurar fácilmente un destino histórico

retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de

modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a

aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que

quieran brotar por primera vez y naturalmente usted no podrá decirlas.

—¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? —

preguntó el tiranuelo, ya frente a otra taza de café.

—Porque el miedo no lo dejará —dijo tristemente el hombre—. Como

estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de terror y de frío, los

dientes se le entrechocarán y no podrá articular palabra. El verdugo y los

asistentes, entre los cuales habrá algunos de estos señores, esperarán por

decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un

gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso sí lo

articulará sin esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.

Muy indignados, los asistentes y en especial los generales, rodearon al

tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el

tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echó a empellones y se

encerró con el hombre para comprarle sus últimas palabras.

Entre tanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el trato

recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al

tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera

decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después

se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de

gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado

vendiendo pregones a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular lo

llevaron a la fortaleza y lo torturaron para que revelase cuáles hubieran

podido ser las últimas palabras del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle

la confesión, lo mataron a puntapiés.

Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron

gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante como

santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los generales y los

secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que en

realidad todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las

palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden venderse pero no

comprarse, aunque parezca absurdo.

Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y

secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas.







LAS LÍNEAS DE LA MANO




De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha

de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea

continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que

reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada

en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la

cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del

tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús

estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de

nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las

aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es

difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de

turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase,

salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre

triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del

pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último

esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha,, que en ese instante

empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.










HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE

FAMAS

59 I

PRIMERA Y AÚN INCIERTA

APARICIÓN DE LOS CRONOPIOS,

FAMAS Y ESPERANZAS

FASE MITOLÓGICA

60 COSTUMBRES DE LOS FAMAS




Sucedió que un fama bailaba tregua y bailaba cátala delante de un

almacén lleno de cronopios y esperanzas. Las más irritadas eran las

esperanzas porque buscan siempre que los famas no bailen tregua ni cátala

sino espera, que es el baile que conocen los cronopios y las esperanzas.

Los famas se sitúan a propósito delante de los almacenes, y esta vez el

fama bailaba tregua y bailaba cátala para molestar a las esperanzas. Una de

las esperanzas dejó en el suelo su pez de flauta —pues las esperanzas, como

el Rey del Mar, están siempre asistidas de peces de flauta— y salió a

imprecar al fama, diciéndole así:

—Fama, no bailes tregua ni cátala delante de este almacén.

El fama seguía bailando y se reía.

La esperanza llamó a otras esperanzas, y los cronopios formaron corro

para ver lo que pasaría.—Fama —dijeron las esperanzas—. No bailes tregua ni cátala delante

de este almacén.

Pero el fama bailaba y se reía, para menoscabar a las esperanzas.

Entonces las esperanzas se arrojaron sobre el fama y lo lastimaron. Lo

dejaron caído al lado de un palenque, y el fama se quejaba, envuelto en su

sangre y su tristeza.

Los cronopios vinieron furtivamente, esos objetos verdes y húmedos.

Rodeaban al fama y lo compadecían, diciéndole así:

—Cronopio cronopio cronopio.

Y el fama comprendía, y su soledad era menos amarga.










EL BAILE DE LOS FAMAS




Los famas cantan alrededor

los famas cantan y se mueven

—CATALA TREGUA TREGUA ESPERA

Los famas bailan en el cuarto

con farolitos y cortinas

bailan y cantan de manera tal

—CATALA TREGUA ESPERA TREGUA

Guardianes de las plazas, ¿cómo dejan salir a los famas, que anden

sueltos cantando y bailando, los famas, cantando catala tregua tregua,

bailando tregua espera tregua, cómo pueden?

Si todavía los cronopios (esos verdes, erizados, húmedos objetos)

anduvieran por las calles, se podría evitarlos con un saludo: —Buenas

salenas cronopios cronopios. Pero los famas.










ALEGRÍA DEL CRONOPIO




Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La

Mondiale.

—Buenas tardes, fama. Tregua cátala espera.

—¿Cronopio cronopio?

—Cronopio cronopio.

—¿Hilo?

—Dos, pero uno azul.

El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus

palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre

alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una

palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.

—Afuera llueve —dice el cronopio—. Todo el cielo.

—No te preocupes —dice fama—. Iremos en mi automóvil. Para

proteger los hilos.

Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho.

Además, le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que

sostiene contra su pecho los dos hilos —uno azul— y espera ansioso que el

fama lo invite a subir a su automóvil.










TRISTEZA DEL CRONOPIO

A la salida del Luna Park un cronopio advierte que su reloj atrasa, que

su reloj atrasa, que su reloj. Tristeza del cronopio frente a una multitud de

famas [que remonta Corrientes a las once y veinte y él, objeto verde y

húmedo, marcha a las once y cuarto. Meditación del cronopio: «Es tarde,

pero menos tarde

[para mí que para los famas,

para los famas es cinco minutos más tarde, llegarán a sus casas más

tarde, se acostarán más tarde.

Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa

[y menos acostarme,

yo soy un cronopio desdichado y húmedo.» Mientras toma café en el

Richmond de Florida, moja él cronopio una tostada con sus lágrimas

[naturales.




II

HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE

FAMAS

VIAJES




Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una

ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente

los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo

se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e

inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El

tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus

especialidades.

Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor

de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un

aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza

recibe el nombre de «Alegría de los famas».

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los

trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o

les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen

firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se

dicen unos a otros: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad.» Y sueñan

toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están

invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los

cronopios.

Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres,

y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.










CONSERVACIÓN DE LOS RECUERDOS




Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la

siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo

envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra

la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o:

«Frank Sinatra».

Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los

recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el

medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen:

«No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones.» Es por

eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las

de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se

quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza

comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.










RELOJES




Un fama tenía un reloj de pared y todas las semanas le daba cuerda

CON GRAN CUIDADO. Pasó un cronopio y al verlo se puso a reír, fue a

su casa e inventó el reloj-alcachofa o alcaucil, que de una y otra manera

puede y debe decirse.

El reloj alcaucil de este cronopio es un alcaucil de la gran especie,

sujeto por el tallo a un agujero de la pared. Las innumerables hojas del

alcaucil marcan la hora presente y además todas las horas, de modo que el

cronopio no hace más que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va

sacando de izquierda a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día

el cronopio empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón

el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro el

cronopio encuentra un gran contento, entonces se la come con aceite,

vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.










EL ALMUERZO







No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro de vidas.

Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae.

Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y

un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció que el

fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas intervida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida,

pero más por poesía que por verdad.

A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus

contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no

era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y

conciencia, que la para-vida escuchaba como quien oye llover —tarea

delicada. Por supuesto, la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y

la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método

Stanley Fitzsimmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus

ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la

muerte.










PAÑUELOS




Un fama es muy rico y tiene sirvienta. Este fama usa un pañuelo y lo

tira al cesto de los papeles. Usa otro, y lo tira al cesto. Va tirando al cesto

todos los pañuelos usados. Cuando se le acaban, compra otra caja.

La sirvienta recoge los pañuelos y los guarda para ella. Como está muy

sorprendida por la conducta del fama, un día no puede contenerse y le

pregunta si verdaderamente los pañuelos son para tirar.

—Gran idiota —dice el fama—, no había que preguntar. Desde ahora

lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero.










COMERCIO




Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a

numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios

estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras

verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas

se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido

insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar

tregua y bailar cátala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y

aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin

de evitar la repetición de tales hechos.

Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron

circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión.

Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la

obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así, en todas las

esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una

niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña

aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los

astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía

pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la

niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.

Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos

monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo

africano en pleno rosedal, para ver cómo las esperanzas caían una a una.

Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban

cátala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:

—Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!

Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las

ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las

esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el más intenso de sus anhelos:

regar los jardines verdes con mangueras rojas.

Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos

fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros.

Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no

habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado

con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas

esperanzas.










FILANTROPÍA




Los famas son capaces de gestos de una gran generosidad, como por

ejemplo cuando este fama encuentra a una pobre esperanza caída al pie de

un cocotero, y alzándola en su automóvil la lleva a su casa y se ocupa de

nutrirla y ofrecerle esparcimiento hasta que la esperanza tiene fuerza y se

atreve a subir otra vez al cocotero. El fama se siente muy bueno después de

este gesto, y en realidad es muy bueno, solamente que no se le ocurre

pensar que dentro de pocos días la esperanza va a caerse otra vez del

cocotero. Entonces mientras la esperanza está de nuevo caída al pie del

cocotero, este fama en su club se siente muy bueno y piensa en la forma en

que ayudó a la pobre esperanza cuando la encontró caída.

Los cronopios no son generosos por principio. Pasan al lado de las

cosas más conmovedoras, como ser una pobre esperanza que no sabe atarse

el zapato y gime, sentada en el cordón de la vereda. Estos cronopios ni

miran a la esperanza, ocupadísimos en seguir con la vista una baba del

diablo. Con seres así no se puede practicar coherentemente la beneficencia,

por eso en las sociedades filantrópicas las autoridades son todas famas, y la

bibliotecaria es una esperanza. Desde sus puestos los famas ayudan

muchísimo a los cronopios, que se ne fregan.










EL CANTO DE LOS CRONOPIOS




Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman

de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y

ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y

hasta la cuenta de los días.

Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a

escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se

muestran algo escandalizados. En medio del corro el cronopio levanta sus

bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el

sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé

desnuda danzando para los famas y las esperanzas que están ahí

boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero

como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas

bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira

en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.










HISTORIA




Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa

de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en

la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la

llave de la puerta.










LA CUCHARADA ESTRECHA




Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de

patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su

suegra. El resultado fue horrible: esta señora renunció a sus comentarios

mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados, y en

menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de

su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran

sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una

cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por

encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos

morales que flotaban rutilando ante sus ojos.

El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero

lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su

suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se

atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo

que tienen de contaminarse.










LA FOTO SALIÓ MOVIDA




Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el

bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este

cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave

encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado

de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder

que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y

el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero

lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de

sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así

es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo,

pero como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán,

y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta

sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y

también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de

su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes

de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o

un libro de Samuel Smiles.










EUGENESIA




Pasa que los cronopios no quieren tener hijos, porque lo primero que

hace un cronopio recién nacido es insultar groseramente a su padre, en

quien oscuramente ve la acumulación de desdichas que un día serán las

suyas.

Dadas estas razones, los cronopios acuden a los famas para que

fecunden a sus mujeres, cosa que los famas están siempre dispuestos a

hacer por tratarse de seres libidinosos. Creen además que en esta forma irán

minando la superioridad-moral de los cronopios, pero se equivocan

torpemente pues los cronopios educan a sus hijos a su manera, y en pocas

semanas les quitan toda semejanza con los famas.










SU FE EN LAS CIENCIAS




Una esperanza creía en los tipos fisonómicos, tales como los ñatos, los

de cara de pescado, los de gran toma de aire, los cetrinos y los cejudos, los

de cara intelectual, los de estilo peluquero, etc. Dispuesto a clasificar

definitivamente estos grupos, empezó por hacer grandes listas de conocidos

y los dividió en los grupos citados más arriba. Tomó entonces el primer

grupo, formado por ocho ñatos, y vio con sorpresa que en realidad estos

muchachos se subdividían en tres grupos, a saber: los ñatos bigotudos, los

ñatos tipo boxeador y los ñatos estilo ordenanza de ministerio, compuestos

respectivamente por 3, 3 y 2 ñatos. Apenas los separó en sus nuevos grupos

(en el Paulista de San Martín, donde los había reunido con gran trabajo y no

poco mazagrán bien frappé) se dio cuenta de que el primer subgrupo no era

parejo, porque dos de los ñatos bigotudos pertenecían al tipo carpincho,

mientras el restante era con toda seguridad un ñato de corte japonés.

Haciéndolo a un lado con ayuda de un buen sandwich de anchoa y huevo

duro, organizó el subgrupo de los dos carpinchos, y se disponía a inscribirlo

en su libreta de trabajos científicos cuando uno de los carpinchos miró para

un lado y el otro carpincho miró hacia el lado opuesto, a consecuencia de lo

cual la esperanza y los demás concurrentes pudieron percatarse de que

mientras el primero de los carpinchos era evidentemente un ñato

braquicéfalo, el otro ñato producía un cráneo mucho más apropiado para

colgar un sombrero que para encasquetárselo. Así fue como se le disolvió el

subgrupo, y del resto no hablemos porque los demás sujetos habían pasado

del mazagrán a la caña quemada, y en lo único que se parecían a esa altura

de las cosas era en su firme voluntad de seguir bebiendo a expensas de la

esperanza.










INCONVENIENTES EN LOS SERVICIOS

PÚBLICOS




Vea lo que pasa cuando se confía en los cronopios. Apenas lo habían

nombrado Director General de Radiodifusión, este cronopio llamó a unos

traductores de la calle San Martín y les hizo traducir todos los textos, avisos

y canciones al rumano, lengua no muy popular en la Argentina.

A las ocho de la mañana los famas empezaron a encender sus

receptores, deseosos de escuchar los boletines así como los anuncios del

Geniol y del Aceite Cocinero que es de todos el primero.

Y los escucharon, pero en rumano, de modo que solamente entendían la

marca del producto. Profundamente asombrados, los famas sacudían los

receptores pero todo seguía en rumano, hasta el tango Esta noche me

emborracho, y el teléfono de la Dirección General de Radiodifusión estaba

atendido por una señorita que contestaba en rumano a las clamorosas

reclamaciones, con lo cual se fomentaba una confusión padre.

Enterado de esto el Superior Gobierno mandó fusilar al cronopio que así

mancillaba las tradiciones de la patria. Por desgracia el pelotón estaba

formado por cronopios conscriptos, que en vez de tirar sobre el ex Director

General lo hicieron sobre la muchedumbre congregada en la plaza de Mayo,

con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de marina y a un

farmacéutico. Acudió un pelotón de famas, el cronopio fue debidamente

fusilado, y en su reemplazo se designó a un distinguido autor de canciones

folklóricas y de un ensayo sobre la materia gris. Este fama restableció el

idioma nacional en la radiotelefonía, pero pasó que los famas habían

perdido la confianza y casi no encendían los receptores. Muchos famas,

pesimistas por naturaleza, habían comprado diccionarios y manuales de

rumano, así como vidas del rey Carol y de la señora Lupescu. El rumano se

puso de moda a pesar de la cólera del Superior Gobierno, y a la tumba del

cronopio iban furtivamente delegaciones que dejaban caer sus lágrimas y

sus tarjetas donde proliferaban nombres conocidos en Bucarest, ciudad de

filatelistas y atentados.










HAGA COMO SI ESTUVIERA EN SU CASA




Una esperanza se hizo una casa y le puso una baldosa que decía:

Bienvenidos los que llegan a este hogar.

Un fama se hizo una casa y no le puso mayormente baldosas.

Un cronopio se hizo una casa y siguiendo la costumbre puso en el

porche diversas baldosas que compró o hizo fabricar. Las baldosas estaban

colocadas de manera que se las pudiera leer en orden. La primera decía:

Bienvenidos los que llegan a este hogar. La segunda decía: La casa es

chica, pero el corazón es grande. La tercera decía: La presencia del

huésped es suave como el césped. La cuarta decía: Somos pobres de verdad,

pero no de voluntad. La quinta decía: Este cartel anula todos los anteriores.

Rajá, perro.










TERAPIAS




Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle

Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay

cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.

—Compre un gran ramo de rosas —dice el cronopio.

El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura

instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle

le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el

cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de

día no come.










LO PARTICULAR Y LO UNIVERSAL




Un cronopio iba a lavarse los dientes junto a su balcón, y poseído de

una grandísima alegría al ver el sol de la mañana y las hermosas nubes que

corrían por el cielo, apretó enormemente el tubo de pasta dentífrica y la

pasta empezó a salir en una larga cinta rosa. Después de cubrir su cepillo

con una verdadera montaña de pasta, el cronopio se encontró con que le

sobraba todavía una cantidad, entonces empezó a sacudir el tubo en la

ventana y los pedazos de pasta rosa caían por el balcón a la calle donde

varios famas se habían reunido a comentar las novedades municipales. Los

pedazos de pasta rosa caían sobre los sombreros de los famas, mientras

arriba el cronopio cantaba y se frotaba los dientes lleno de contento. Los

famas se indignaron ante esta increíble inconsciencia del cronopio, y

decidieron nombrar una delegación para que lo imprecara inmediatamente,

con lo cual la delegación formada por tres famas subió a la casa del

cronopio y lo increpó, diciéndole así:

—Cronopio, has estropeado nuestros sombreros, por lo cual tendrás que

pagar.

Y después, con mucha más fuerza:

—¡Cronopio, no deberías derrochar así la pasta dentífrica!










LOS EXPLORADORES




Tres cronopios y un fama se asocian espeleológicamente para descubrir

las fuentes subterráneas de un manantial. Llegados a la boca de la caverna,

un cronopio desciende sostenido por los otros, llevando a la espalda un

paquete con sus sandwiches preferidos (de queso). Los dos cronopioscabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un gran

cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del

cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sandwiches de

jamón. Agita la cuerda y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se

consultan afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura y dice:

NO, con tal violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo.

Están en eso cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído

justamente sobre las fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo

va mal, entre injurias y lágrimas informa que los sandwiches son todos de

jamón, que por más que mira y mira, entre los sandwiches de jamón no hay

ni uno solo de queso.










EDUCACIÓN DE PRÍNCIPE




Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen pierden la

cabeza y ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un

hijo, y en seguida lo invade la maravilla y está seguro de que su hijo es el

pararrayos de la hermosura y que por su venas corre la química completa

con aquí y allá islas llenas de bellas artes y poesía y urbanismo. Entonces

este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante él y

decirle palabras de respetuoso homenaje.

El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la

edad escolar, su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento

entre otros pequeños cronopios, famas y esperanzas. Pero se va

desmejorando a medida que se acerca el mediodía, porque sabe que a la

salida lo estará esperando su padre, quien al verlo levantará las manos y

dirá diversas cosas, a saber:

—Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más

arrebolado, el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!

Con lo cual los famas y las esperanzas júnior se retuercen de risa en el

cordón de la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su

padre y acabará siempre por hacerle una mala jugada entre la primera

comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren demasiado con

eso, porque también ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que ese

odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.










PEGUE LA ESTAMPILLA EN EL ÁNGULO

SUPERIOR DERECHO DEL SOBRE




Un fama y un cronopio son muy amigos y van juntos al correo a

despachar unas cartas a sus esposas que viajan por Noruega gracias a la

diligencia de Thos. Cook & Son. El fama pega sus estampillas con

prolijidad, dándoles golpecitos para que se fijen biebn, pero el cronopio lanza

un grito terrible sobresaltando a los empleados, y con inmensa cólera

declara que las imágenes de los sellos son repugnantes de mal gusto y que

jamás podrán obligarlo a prostituir sus cartas de amor conyugal con

semejantes tristezas. El fama se siente muy incómodo porque ya ha pegado

sus estampillas, pero como es muy amigo del cronopio, quisiera

solidarizarse y aventura que en efecto la vista de la estampilla de veinte

centavos es más bien vulgar y repetida, pero que la de un peso tiene un

color borra de vino sentador. Nada de esto calma al cronopio, que agita su

carta y apostrofa a los empleados que lo contemplan estupefactos. Acude el

jefe de correos, y apenas veinte segundos más tarde el cronopio está en la

calle, con la carta en la mano y una gran pesadumbre. El fama, que

furtivamente ha puesto la suya en el buzón, acude a consolarlo y le dice:

—Por suerte nuestra esposas viajan juntas, y en mi carta anuncié que

estabas bien, de modo que tu señora se enterará por la mía.










TELEGRAMAS




Una esperanza cambió con su hermana los siguientes telegramas, de

Ramos Mejía a Viedma:

OLVIDASTE SEPIA CANARIO. ESTÚPIDA. INÉS.

ESTÚPIDA VOS. TENGO REPUESTO. EMMA.

Tres telegramas de cronopios:

INESPERADAMENTE EQUIVOCADO DE TREN EN LUGAR 7.21 TOMÉ 8.24

ESTOY EN SITIO RARO. HOMBRES SINIESTROS CUENTAN ESTAMPILLAS.

LUGAR ALTAMENTE LÚGUBRE. NO CREO APRUEBEN TELEGRAMA.

PROBABLEMENTE CAERÉ ENFERMO. TE DIJE QUE DEBÍA TRAER BOLSA AGUA

CALIENTE. MUY DEPRIMIDO SIÉNTOME ESCALÓN ESPERAR TREN VUELTA.

ARTURO.

NO. CUATRO PESOS SESENTA O NADA. SI TE LAS DEJAN A MENOS,

COMPRA DOS PARES, UNO LISO Y OTRO A RAYAS.

ENCONTRÉ TÍA ESTHER LLORANDO, TORTUGA ENFERMA. RAÍZ

VENENOSA, PARECE, O QUESO MALAS CONDICIONES. TORTUGAS ANIMALES

DELICADOS. ALGO TONTOS, NO DISTINGUEN. UNA LÁSTIMA.










SUS HISTORIAS NATURALES

LEÓN Y CRONOPIO




Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene

lugar el diálogo siguiente:

León.—Te como.

Cronopio (afligidísimo pero con dignidad).— Y bueno.

León.—Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha,

una de dos. Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices

nada?

El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una

idea.

León.—Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me

fastidia mucho. Sácamela y te perdonaré.

El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana:

—Gracias, Androcles.










CÓNDOR Y CRONOPIO




Un cóndor cae como un rayo sobre un cronopio que pasa por Tinogasta,

lo acorrala contra una pared de granito, y dice con gran petulancia, a saber:

Cóndor.—Atrévete a afirmar que no soy hermoso.

Cronopio,—Usted es el pájaro más hermoso que he visto nunca.

Cóndor.—Más todavía.

Cronopio.—Usted es más hermoso que el ave del paraíso.

Cóndor.—Atrévete a decir que no vuelo alto.

Cronopio.—Usted vuela a alturas vertiginosas, y es por completo

supersónico y estratosférico.

Cóndor.—Atrévete a decir que huelo mal.

Cronopio.—Usted huele mejor que un litro entero de colonia JeanMarie Fariña.

Cóndor.—Mierda de tipo. No deja ni un claro donde sacudirle un

picotazo.










FLOR Y CRONOPIO




Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos.

Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de

rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los

pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y

finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran

paz.

La flor piensa: «Es como una flor.»










FAMA Y EUCALIPTO




Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira

codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque

conocen las costumbres de los famas y temen lo peor. En medio de todos

está un eucalipto hermoso, y el fama al verlo da un grito de alegría y baila

tregua y baila cátala en torno del perturbado eucalipto, diciendo así:

—Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.

Saca un hacha y golpea al eucalipto en el estómago, sin importársele

nada. El eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice

entre suspiros:

—Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas

Váida.










TORTUGAS Y CRONOPIOS




Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad,

como es natural.

Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.

Los famas lo saben, y se burlan.

Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la

caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una

golondrina.